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Ángela Figuera aprendió la técnica del trasplante de médula ósea con los mejores, cuando aún era una promesa terapéutica para graves enfermedades hematológicas. Ese conocimiento y su entusiasmo han sido claves para que, junto con un grupo comprometido de profesionales sanitarios, la Unidad de Trasplante de Progenitores Hematopoyéticos de La Princesa sea hoy un referente en España.
PREGUNTA. De estos 2.000 trasplantes, ¿en cuántos ha estado implicada?
RESPUESTA. En casi todos. Me incorporé al programa en 1985, a los dos años de su inicio, y entonces no se hacían muchos, porque estábamos empezando. Dos mil es una cifra muy importante para un hospital pequeño como el nuestro. Los centros que más hacen en España no superan los 100 al año. Nosotros en la década de 1990 hacíamos hasta 90 anuales. Venían pacientes de todas partes. Ahora realizamos 60 anuales, lo que es un gran esfuerzo para una plantilla de 11 médicos.
“Los 2.000 trasplantes son una cifra muy importante para un centro de nuestro tamaño”
P. Se formó con el padre de la técnica, Edward Donnall Thomas.
R. Hice la especialidad en la Fundación Jiménez Díaz, cuando el trasplante empezaba en España: el Clínico de Barcelona lo hizo por primera vez en 1979; después, en Madrid, en Puerta de Hierro. Al acabar la residencia, en 1983, fui con una beca Fulbright al Centro de Investigación del Cáncer Fred Hutchinson, en Seattle. Allí me metí de lleno en el Programa de Trasplantes. Habían trasplantado al primer paciente en 1971; era el programa más avanzado del mundo. No hacían 60 al año, ¡sino al día! Yo llevaba a diez enfermos. Thomas, que era el director del programa, recibió el Nobel en 1990.
P. ¿Era muy diferente esa técnica incipiente de la actual?
R. Entonces era mucho más heroico. Solo había donantes HLA idénticos, hermanos del paciente. Muchos enfermos acababan en la UCI. La terapia de soporte (antibióticos, antifúngicos, hemoterapia) no estaba tan perfeccionada como ahora. En Seattle hicieron un intento con donantes haploidénticos, pero lo abandonaron por la gran toxicidad. No existían registros de donantes altruistas.
P. ¿Cómo fue el volver a España?
R. Teníamos menos medios, pero aquí siempre ha habido muy buenos profesionales sanitarios. En este hospital lo esencial para poner en marcha el trasplante existía: Enfermería, Radiología, Cuidados Intensivos, Farmacia y Microbiología. Yo puse todos mis conocimientos y mis ganas para impulsar el programa, que nació gracias a la visión del entonces jefe de Servicio José María Fernández Rañada. Muchos residentes que se formaron aquí se quedaron, y con especialistas que, como yo, veníamos de otros centros se creó un grupo inicial de gente joven, muy entusiasta: Luis Vázquez, Fernando Gómez Reino, Matilde Lozano, Diana Fernández Garese, María José Fernández Villalta, Rafael de la Cámara, Reyes Arranz, Valle Gómez, Juan Luis Steegman, Adrián Alegre, luego muchos otros. Crecimos al mismo tiempo que la técnica.
“Nuestro programa empezó con un grupo joven, muy entusiasta; crecimos con la técnica”
P. Dicen que este es el trasplante más complejo…
R. El procedimiento es sencillo, una transfusión, pero lo complejo son los cuidados médicos. Empieza por establecer bien la indicación, el estudio pretrasplante y determinar el momento adecuado. El tratamiento de acondicionamiento era muy tóxico y ha cambiado adaptándose a cada paciente. En la fase de aplasia la mortalidad oscila del 2% del autólogo al 25% de un alogénico complejo. Tras el alta hay que seguir al paciente en consulta durante años, para controlar complicaciones, y sigue habiendo recaídas.
P. ¿Al paciente le resulta duro el aislamiento durante el ingreso?
R. Tratamos de hacerlo llevadero. Es importante que estén en un entorno agradable, bien acompañados. Generalmente, el enfermo vive el trasplante como una esperanza. Han pasado por un diagnóstico horrible y por una quimio previa de meses. El trasplante lo ven como el final de una pesadilla.
“Es muy raro que un familiar se niegue a la donación; ceden ante la gravedad de la enfermedad”
P. ¿Por qué la mayoría de los donantes son alemanes?
R. Tienen el mayor registro europeo, con una base de datos que incluye tipado genético, lo que permite que se coteje con rapidez la compatibilidad. No obstante, en los últimos años la ONT ha hecho un esfuerzo muy importante para expandir nuestro registro, el Redmo, que ya supera los 390.000 donantes. Cada vez enviamos más donaciones al resto del mundo.
P. ¿Qué piensa cuando ve esas peticiones que pululan por los medios pidiendo donantes para un paciente concreto?
R. ¡Que son absurdas! Ya se ha demostrado que la mayor parte se hacen por interés económico. Me gustaría que se explicase más a la sociedad en qué consiste la donación. Algunos aún creen que se extrae de la médula espinal.
P. ¿Alguna vez ha atendido a un familiar que se negara a donar?
R. Es muy raro. Si tienen mala relación, casi siempre terminan cediendo ante la gravedad de la enfermedad y por el hecho de que para ellos el procedimiento no es doloroso. Pero hay anécdotas: una vez la donación se hizo en otro centro, porque el familiar se llevaba muy mal con el receptor. En otra ocasión, la donante salió de juerga la víspera y acabó en comisaría, pero terminó donando el día siguiente.
“Con la donación haploidéntica, la probabilidad de tener un donante familiar es 2,3 por persona”
P. ¿Hacia dónde evoluciona el trasplante de médula ósea?
R. Cada vez es más seguro y eficaz. Desde hace unos seis años se puede hacer a través de las barreras del HLA: los familiares que comparten la mitad del genoma son donantes válidos. Así la probabilidad de tener un donante familiar compatible es de 2,3 por persona. Estos donantes haploidénticos facilitan mucho el procedimiento. También se complementará con otras terapias, como las células T-CAR y las terapias dirigidas: estamos aprendiendo a usar estas últimas para que eviten que una célula neoplásica residual tras el trasplante reactive la enfermedad.
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En el libro Los remedios contra la peste negra (2013), el catedrático de Historia de la Farmacia Francisco Javier Puerto, recoge, entre otras muchas, una receta de Jean Favre, uno de los médicos de Luis XIV, publicada en 1652: “Hace falta coger a un grueso sapo, el más gordo es el mejor, atarle por los pies de detrás con un hilo y penderle delante de un fuego, poniendo bajo su boca una escudilla honda de cera y tenerle suspendido hasta que muera. Antes de morir, vomita pequeños gusanos y moscas verdes y de tierra. Es preciso recogerlo e incorporarlo en la cera fundida. El cuerpo del sapo es necesario secarlo en el horno, a poco fuego, de tal manera que se haga polvo. Una vez realizado se junta con lo vomitado. Se hacen pastillitas con cera amarilla, las cuales, llevadas sobre el corazón, preservan de la peste y la curan”. Cualquier cosa valía ante una enfermedad tan mortífera y desconocida.
Salvando las distancias, con el Alzheimer y otras demencias ocurre hoy algo parecido: miles de afectados, numerosas hipótesis sobre su origen, desde la infección a la inflamación, y ningún remedio que las frene. Consecuencia: un aumento preocupante de pseudomedicinas para las demencias, según denunciaba hace dos semanas en la revista JAMA el equipo de Joanna Hellmuth, de la Universidad de California en San Francisco. Suplementos e intervenciones médicas que con frecuencia se promueven como tratamientos con apoyo científico, pero que carecen de eficacia. “Los profesionales de la pseudomedicina esgrimen el testimonio individual como un hecho establecido, abogan por terapias no probadas y logran ganancias económicas”.
En las neurodegeneraciones, el ejemplo más común de pseudomedicina es la promoción de suplementos dietéticos. “Ningún suplemento dietético conocido previene el deterioro cognitivo o la demencia”, avisan. “Los consumidores a menudo ignoran que los suplementos dietéticos no se someten a pruebas de seguridad por parte de la Administración de Medicamentos y Alimentos de los Estados Unidos (FDA), ni a una revisión de su eficacia”. De hecho, algunos son dañinos, como se ha observado con la vitamina E, que puede aumentar el riesgo de ictus. Además del despilfarro que suponen, malgastan el valioso tiempo necesario para que clínicos y pacientes sondeen otras intervenciones.
Otras categorías de pseudomedicinaUna categoría similar de pseudomedicina implica intervenciones que abordan etiologías no confirmadas: toxicidad por metales, exposición al moho o causas infecciosas. Y al igual que con la peste, se recurre a recetas sin fundamento como la nutrición intravenosa, la desintoxicación personalizada, la terapia de quelación, los antibióticos o la inyección de células madre. “Carecen de un mecanismo conocido para tratar la demencia, no están reguladas y son costosas y potencialmente dañinas”, insisten los autores. Otra vía engañosa son los protocolos detallados para revertir los cambios cognitivos que reenvasan fórmulas conocidas, como el entrenamiento cognitivo, el ejercicio o una dieta cardiosaludable, y les añaden suplementos y otros cambios en el estilo de vida. Vendidos incluso por profesionales acreditados, “ofrecen un enfoque holístico y personal basado en datos rigurosos publicados en revistas acreditadas”. Sin embargo, enseguida aparecen patrones perturbadores: bajo una superficie de rigor y seriedad, los artículos científicos esconden un diseño chapucero y una ejecución torpe. Son presa fácil de las revistas depredadoras.
“Se puede argumentar -razonan los autores- que, aunque éticamente cuestionables, estas cataplasmas son relativamente benignas y ofrecen esperanza a pacientes enfrentados a una enfermedad incurable”. Nada más lejos de la realidad: tienen un coste evitable, distraen de otras acciones y refuerzan la pseudomedicina. “Si bien apelar a un sentido de la esperanza puede ser un factor motivador para los ensayos clínicos o las prácticas complementarias, la diferencia está en cómo se enmarcan estas circunstancias… En los ensayos clínicos, hay conversaciones estructuradas entre investigadores y participantes (consentimiento informado) en las que se explica que la intervención es experimental, puede no hacer nada y hasta causar daños. En contraste, la pseudomedicina beneficia a sus vendedores gracias a un beneficio ilusorio para los pacientes”.
Ante un paciente o familiar interesado en alguna pseudoterapia, el equipo de Hellmuth ofrece algunas orientaciones:
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La toma de decisiones clínicas está generalmente basada en el diagnóstico que se establece a través de una serie de pruebas encaminadas a demostrar o rechazar una sospecha o hipótesis de partida, pruebas que serán de mayor utilidad cuanto más precozmente puedan identificar o descartar la presencia de una alteración, sin que ninguna presente una seguridad plena. Implica, por tanto, un doble orden de cosas.
En primer lugar, es obligación del médico realizar todas las pruebas diagnósticas necesarias, atendido el estado de la ciencia médica en ese momento, de tal forma que, realizadas las comprobaciones que el caso requiera, sólo el diagnóstico que presente un error de notoria gravedad o unas conclusiones absolutamente erróneas, puede servir de base para declarar su responsabilidad. Al igual que en el supuesto de que no se hubieran practicado todas las comprobaciones o exámenes exigidos o exigibles.
Por otro lado, no se puede cuestionar el diagnóstico inicial por la evolución posterior dada la dificultad que entraña acertar con el correcto, a pesar de haber puesto para su consecución todos los medios disponibles, pues en todo paciente existe un margen de error independientemente de las pruebas que se le realicen (SSTS 15 de febrero 2006; 19 de octubre 2007; 3 de marzo de 2010).
Las circunstancias expuestas ponen en evidencia la existencia de un error de diagnóstico inicial que no queda enervado por la ausencia de síntomas claros de la enfermedad. Si los síntomas de isquemia cerebral transitorio resultaban enmascarados con otros característicos de distinta dolencia, como la hipoglucemia, ello no permite calificar este error de diagnóstico de disculpable o de apreciación cuando tras las comprobaciones realizadas por el facultativo, se trabajó sobre una de las dos posibles hipótesis que podían resultar de la sintomatología que presentaba a su ingreso en el servicio de urgencias del hospital, descartando aquella susceptible de determinar el padecimiento más grave para la salud y la evolución de la paciente antes de haber agotado los medios que la ciencia médica pone a su alcance para determinar la patología correcta cuando era posible hacerlo.
La responsabilidad en este caso pasaría por defender que no faltaron los conocimientos médicos necesario para hacer posible el diagnóstico que hubiera prevenido o evitado la obstrucción completa de la arteria carótida a partir de una previa sintomatología neurológica.
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